El llamado «silogismo judicial»

Sin embargo, no es la única clase de concreción de normas. No debemos olvidar el campo amplísimo de la decisión administrativa; pensemos en la concesión de becas, licencias de apertura, proyectos de investigación, etc. En bastantes ocasiones esas decisiones son mecánicas: si la norma establece que por debajo de un determinado nivel de renta la beca de estudios se concede sin más requisitos, el funcionario ha de conceder la beca solicitada. Otras veces, la norma administrativa permite al órgano decisor una mayor discrecionalidad; en esos supuestos tampoco hay problemas con argumentos ni metodología, porque es la propia ley la que reconoce la entrada en acción de otro tipo de consideraciones.

También hay que tener en cuenta que en la vida cotidiana no sólo se aplican normas procedentes del poder político. Los tratados internacionales, los contratos, los estatutos de una sociedad (todos ellos productos de la autonomía de la voluntad) o los testamentos producen pautas escritas que tienen carácter vinculante para los intervinientes en el negocio y que han de determinar el contenido de la relación; en consecuencia han de ser aplicadas y en ese proceso pueden aparecer las dificultades parecidas a las suscitadas por las normas generales contenidas en la legislación.

– El silogismo en el ámbito jurídico

Durante mucho tiempo se ha descrito esa aplicación del derecho mediante el tipo de razonamiento lógico llamado silogismo. La forma más conocida es el denominado modus barbara que posee la siguiente estructura: premisa mayor, premisa menor y conclusión.

Este esquema se ha querido trasladar al ámbito jurídico: la premisa mayor es la norma general; en ella se establece la descripción de un supuesto de hecho general, abstraído de la realidad concreta y se vincula a ese supuesto de hecho una consecuencia jurídica, que puede estar redactada de forma más o menos general. La premisa menor es un caso concreto en el que están presentes las características de la premisa mayor-norma general. Finalmente la conclusión es la decisión, bien sea la sentencia de un juez o el dictamen de un catedrático; en ella se concreta para ese caso la consecuencia jurídica redactada en la norma con carácter general. Este esquema suele ejemplificarse mediante supuestos simples como el siguiente: la ley castiga el homicidio con la pena X; se ha producido el homicidio de un sujeto a manos de otro; éste es castigado con la pena X.

Esta descripción de la decisión jurídica tiene parte de verdad. En efecto, en nuestro orden jurídico las leyes deben ser la directriz básica para solucionar el caso. Por tanto, el esquema metódico estará basado en la presencia de una norma, la aparición del problema y la aplicación de la norma al problema. Pero esta estructura genérica necesita matices. Porque la utilización de un silogismo requiere previamente tener listas las premisas y ésta no es una tarea tan sencilla, porque no siempre vienen dadas como pensaban ingenuamente los legalistas del XIX; al contrario, muchas veces han de ser construidas por el órgano decisorio. Es cierto que en algunos casos la sentencia judicial responde de manera muy precisa a esa estructura sin requerir elaboraciones especiales.

Son los casos llamados “isomorfos”, en los que el hecho concreto enjuiciado responde de manera muy precisa al supuesto de hecho de la norma, y ésta prescribe una consecuencia jurídica simple. Este tipo de casos son más frecuentes en el ámbito del Derecho Público. Los casos poco (o nada) problemáticos suelen consistir en asuntos numéricos. Por ejemplo, la cuota del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas se obtiene después de cierto número de operaciones aritméticas establecidas por la ley; si finalmente, la Renta obtenida es de 50.000 euros, la cuota viene determinada aplicando los tipos impositivos previstos en la ley; no hay lugar para disquisiciones argumentativas, porque el derecho concreto (lo que el ciudadano debe pagar al Ministerio de Hacienda) procede directamente de la aplicación mecánica de la ley. Pero no siempre es todo tan fácil.

Un intento de exponer esta complejidad nos lo proporciona Jerzy Wroblewski al indicar que la decisión final que dispone sobre un caso concreto está compuesta por diferentes tipos de decisiones particulares. En primer lugar, es preciso establecer la premisa mayor; para conseguirlo tenemos que determinar cuál es la norma válida aplicable (decisión de validez) y cuál es su significado (decisión de interpretación). En segundo lugar hay que construir la premisa menor, es decir, precisar los hechos del caso (decisión de evidencia).

Finalmente, hay que llegar a una conclusión subsumiendo los hechos del caso bajo la norma aplicada y determinar sus consecuencias jurídicas (decisión final).

Aunque esas distintas fases de la “aplicación” del derecho pueden separarse con una finalidad analítica, lo cierto es que en la realidad forense no se presentan de manera independiente. Esto tal vez sea un poco difícil de entender, porque normalmente pensamos que el razonamiento discurre de forma necesariamente sucesiva desde el inicio hasta el final. Sin embargo, el razonamiento práctico no suele desenvolverse así.

No tiene un carácter unidireccional desde las premisas hasta la solución. Muchas veces la determinación de las premisas está influida por el posible resultado derivado de esa conformación particular de la premisa. Por ejemplo, el juez puede dudar acerca de la interpretación de una ley; elabora diferentes hipótesis interpretativas que le llevarían a sentencias diferentes; sopesa la calidad de las sentencias hipotéticas a la luz de los principios jurídicos de ese sector del ordenamiento, de la finalidad de la norma, las características del problema, las expectativas sociales, las resoluciones judiciales en casos parecidos, etc. Y una vez seleccionado el resultado más correcto, elige la interpretación conveniente para llegar a ese resultado. Esta idea es fundamental: en la razón práctica, la conclusión puede anteceder a las premisas de la argumentación.

O, por lo menos, influye en la formación de las premisas. Conviene advertir que no siempre ocurre así, pero este modo de proceder más frecuente de lo que parece. A partir de esa advertencia debe ser entendida la explicación que sigue. Aunque las fases de la decisión aparezcan diferenciadas, no pueden ser consideradas compartimentos estancos; se relacionan entre sí y sobre todo con el resultado del razonamiento. El juez decide acerca de la validez, la interpretación y los hechos con frecuencia tendiendo presente los posibles resultados y efectos de una decisión.

Esta parte del proceso puede parecer engañosamente fácil; sin embargo no siempre lo es. Tengamos en cuenta que no se trata de exponer unos hechos en bruto – como haría un científico que sólo quiere conocer la realidad- sino de establecer una situación que tiene relevancia jurídica. Esto quiere decir que no interesa conocer una verdad empírica sin más, sino la “verdad jurídica”. Lo que aparece en la premisa menor no es un puro hecho, sino un enunciado jurídico sobre un hecho. Para ello hay que seleccionar algunas características de las muchas que componen la realidad fáctica y configurar con esa selección un hecho con relevancia para el derecho. Y conviene recordar que esa forma de configurar los hechos a veces no coincide con lo que se hace usualmente en otros ámbitos de la vida humana; esto causa extrañeza entre los profanos del derecho que a veces ven estas decisiones como incomprensibles o arbitrarias.

Para llevar a cabo esa labor hay que desarrollar diferentes procesos cognoscitivos que pueden tropezar con numerosas dificultades. En primer lugar, son necesarios algunos actos relativos al conocimiento de lo que ha acontecido. Para ello son útiles los testimonios, las declaraciones de testigos e implicados, etc. A veces lo que parece simplemente observación y experiencia y por tanto un acto de conocimiento “puro” requiere ya una valoración; es lo que ocurre cuando no se investigan meros hechos, sino actos humanos que, como tales, tienen una finalidad determinada que debe ser conocida para comprender lo ocurrido. A veces esos fines no son evidentes y deben ser averiguados mediante la experiencia social que muestra lo que normalmente se pretende conseguir con ciertos actos. Por ejemplo, la diligencia debida en un funcionario ha de ser calibrada según criterios profesionales específicos.

A veces, el conocimiento de los hechos se basa en reglas empíricas extrajurídicas (por ejemplo, el reconocimiento judicial o el informe pericial sobre una obra que puede acarrear peligros para los vecinos). Otras veces hay directivas legales de prueba: es el propio ordenamiento el que establece cómo han de ser entendidos procesalmente determinados hechos. Hay que tener en cuenta que el mismo ordenamiento decide poner límites a los medios empleados en hallar la verdad. Su descubrimiento está subordinado a veces a otros bienes que el derecho considera superiores, y por tanto, se establecen límites legales al procedimiento probatorio: la demostración eficaz de ciertos hechos no tiene validez procesal si ese conocimiento ha tenido origen en una prueba ilegal.

En todo este proceso hay que contar también con las limitaciones de la capacidad humana: a veces hay fallos de percepción, otras hay aspectos que no pueden ser conocidos por mucho esfuerzo que se haga.

Otra característica añade más complejidad a este asunto. Los hechos del caso no pueden establecerse con independencia de la norma. La separación estricta entre “cuestiones de hecho” y “cuestiones de derecho” es un tanto artificiosa. Porque a la hora de declarar qué es lo relevante en el caso, es preciso valorar qué interesa realmente al derecho en esa situación; y ello sólo puede hacerse a la vista de las normas del ordenamiento que se refieren a esos problemas. Por otra parte, el auténtico sentido de las normas –que debemos conocer mediante la interpretación- sólo se manifiesta ante un caso concreto.

La comprensión de los hechos y las normas no puede hacerse por separado sino mediante una interrelación constante: es lo que Karl Engisch denominó – según la traducción de Rodríguez Molinero- “el ir y venir de la mirada de los hechos a la ley y de la ley a los hechos”. Un ejemplo extraído del Derecho del trabajo puede ayudar a comprender esta peculiar relación. En España, la regulación jurídica de los trabajadores en general se encuentra en una norma denominada Estatuto de los Trabajadores. No obstante, hay trabajadores especiales (como los directivos) que tienen su tratamiento legal en normas especiales. Hay casos en los que es difícil discernir si un contratado laboral desempeña las funciones propias de un directivo y, por tanto, le es aplicable su régimen jurídico específico, es un trabajador normal y entra en el campo de acción del Estatuto de los Trabajadores. Observemos que se trata aparentemente de una decisión de validez, porque es preciso determinar la norma aplicable; pero en realidad son válidas las dos y el problema se centra en determinar ante qué tipo de relación laboral nos encontramos. Para ello es preciso interpretar las normas e “interpretar” también los hechos del caso para elucidar las claves del contrato laboral discutido. No es mera interpretación de normas ni simple comprobación fáctica, sino averiguación del sentido jurídico presente en una situación humana dada. El jurista investiga qué quiere decir exactamente “dirigir” en el texto legal, qué hace exactamente el trabajador, si sus decisiones son independientes o no, etc. La decisión sobre la norma depende de la interpretación y ésta de los hechos del caso; y siempre con los resultados posibles en el punto de mira. Es una muestra de cómo se entrelazan los diferentes tipos de decisión a la hora de conformar las premisas del silogismo.