La ruta del dragón Vietnam

No hay en el mundo muchas carreteras como esta. Discurre en paralelo al agua, pasa por encima del agua y en medio del agua. Trascurre entre pueblos flotantes, marionetas acuáticas, búfalos de agua, ondinas que viven detrás de cascadas y, sobre todo, bajo la tempestuosa mirada de un gigantesco dragón.

Estamos en Sapa, una pequeña ciudad al norte de Vietnam, en las montañas, a menos de cuarenta kilómetros de la frontera china. La mayoría de los habitantes -repartidos en un puñado de aldeas- pertenecen a los h’mong. En el siguiente valle habitan los dzao y en el que viene después los dzay, cada tribu con su propio idioma y vestimenta característica. Pero hay algo en lo que todos están de acuerdo; en la causa de los rayos cegadores y los truenos que rasgan la noche: un gigantesco dragón que vive en la niebla de las cumbres. Un día discurrió con una hermosísima ondina sobre lo que debía ocurrir con toda el agua que se precipita ensordecedoramente por las empinadas paredes montañosas sobre los valles. El dragón abogaba por un lago para que la gente tuviera siempre agua para beber. La ondina deseaba una cascada con un agua tan pura que limpiara siempre la mente y el alma de todo aquel que se bañara en ella. Pero no lograron ponerse de acuerdo, hoy en día el viajero encuentra ambos en la región de Sapa: el lago y la cascada. Los franceses, antaño señores coloniales de lo que se conocía como Indochina, apreciaban su puro clima de montaña. Durante los meses de sofocante calor tropical se mudaban a sus residencias veraniegas cien kilómetros al norte para huir del húmedo clima de Hanoi.
Seguimos las aguas plateadas de la cascada. Las gentes de este lugar cultivan maíz y arroz en las terrazas de las empinadas laderas. Aquí el agua lleva consigo arena roja y barro, va ganando en anchura y pasa a llamarse Song Hong, río Rojo. En sus orillas los búfalos de agua dormitan en el barro. Los bosques de la montaña han dado paso a los platanales, las terrazas a extensos campos de arroz. El verdor es intenso, exuberante.

Antes de que el Song Hong, convertido ahora en una ancha corriente, alcance Hanoi y su delta, nos desviamos a la derecha. Vietnam parece aquí un pueblo inacabable dispuesto a lo largo de una carretera dedicada al comercio. Mujeres menudas nos hacen señas delante de sus puestos de bambú. Al lado hay minitiendas en las que ofrecen desde CD hasta artilugios de pesca. A continuación, un pequeño mercado con inmensos jarrones estilo dinastía Ming en versión kitsch, y un poco más allá, talleres mecánicos. Dos cosas nunca faltan: ventiladores y capas de plástico para la lluvia. A la sombra de un mango, un espejo y una silla: un salón de peluquería para caballeros. La clientela espera acuclillada alrededor comentando fueras de juego y penaltis.
Dicen que los vietnamitas no les van a la zaga a los brasileños en su locura por el fútbol.

La siguiente meta es Ninh Binh, una ajeteadra ciudad no muy lejos del golfo de Tonkin y carente de importancia si no fuera porque en ella se puede disfrutar de uno de los paisajes más espectaculares del sudeste de Asia: el Parque Natural de Tam Coc. Por él se desliza describiendo lentos meandros el Ngo Dong, un río poco profundo repleto de peces. Los pescadores atraviesan este paisaje primigenio empujando con el bichero unas barcas planas llamadas thuyen. El viajero puede alquilar un thuyen, a menudo conducido por una remera, y atravesar dos grutas oscuras que el Ngo Dong ha excavado en las torres cársticas. Al salir otra vez a la luz la barca se detiene junto a una escalera que asciende hasta unos templos ocultos en grutas custodiadas por unas esculturas de tigres de pequeño tamaño; se trata de santuarios budistas en los que, además de al iluminado, se venera también a los espíritus de la naturaleza.

En el horizonte se alinean las montañas cársticas, como jorobas de camellos gigantes. Se extienden unos 300 kilómetros desde el Parque Nacional de Tam Coc hasta la mundialmente famosa bahía de Halong, una maravilla de la naturaleza que los geólogos explican con sencillez: durante 500 millones de años el monzón desgastó una altiplanicie que se extendía a lo largo de la costa modelando esas torres cársticas de formas extravagantes; después el agua del mar fluyó al interior de los valles y formó el paisaje actual.

La UNESCO ha declarado este legendario paisaje patrimonio natural de la humanidad. Por una superficie aproximada de unos 1500 kilómetros cuadrados se reparten unos 2000 conos cársticos, tan verticales que en ellos no hay espacio para las cabañas de los pescadores; por eso viven en balsas, en los famosos pueblos flotantes de Halong. Tienen de todo: perros labradores, pequeños huertos en grandes cestos de bambú. Hasta hay una escuela flotante y una sucursal bancaria en un mini-junco con ventanillas de caja.

Pasamos ahora de un milagro de la naturaleza a un milagro económico por la autopista de Halong a Hanoi, jalonada de gigantes vallas publicitarias. «Vietnam es el próximo tigre asiático. Y ya ha comenzado a dar el salto», explica Nguyen Hai, enjuto, catedrático de literatura y filosofía y responsable de uno de los templos confucianos más importantes del sudeste de Asia. El templo de la literatura Van Mieu es un conjunto arquitectónico en medio de Hanoi, con estanques con lotos, antiguas salas de biblioteca y estudio, amplios patios interiores, puercas lacadas en rojo, luminosos farolillos y pagodas con nombres tan poéticos como «Santuario del gran éxito» o «Santuario en honor de los padres de Confucio». Arriba, en los caballetes de los tejados, se retuercen dragones que protegen de los malos espíritus y simbolizan la fuerza, la fortuna y la larga vida. El templo suma más de mil años y está considerado como la universidad más antigua de Vietnam, consagrada a la sabiduría, la ética, la astronomía y la feng shui.