Efectos del derecho de prenda o de hipoteca en Derecho romano

– Derechos conservados al deudor

El acreedor pignoraticio e hipotecario tiene una acción real, mediante la cual puede obtener la posesión de la cosa hipotecada con el fin de venderla y hacerse pago con su precio. Esta venta trae consigo necesariamente la pérdida del derecho de propiedad que competía al deudor, el cual, sin embargo, lo conserva hasta que se haya realizado la venta, y tiene, por tanto, el derecho de poseer y usar la cosa hipoteca y servirse de ella. En el pignus propiamente dicho la posesión ad interdicta pasa como necesaria garantía al acreedor pignoraticio, quedándole siempre al deudor la ventaja de la usucapión. El deudor puede, además, gravar la cosa pignorada o hipotecada con servidumbres e hipotecas, mientras que no perjudiquen el derecho de los acreedores pignoraticios. Conserva también el derecho de enajenar la cosa hipotecada, a menos que se trate de cosas muebles gravadas con prenda especial, en cuyo caso la enajenación hecha sin conocimiento y contra la voluntad del acreedor se considera como un hurto, porque hace más difícil el ejercicio de la acción hipotecaria, ya que el acreedor puede ignorar a qué manos han pasado los muebles. Por lo demás, el deudor puede renunciar al derecho de enajenar la cosa.

El deudor concede a veces al acreedor el derecho de usar o de percibir en su propio interés los frutos de la cosa empeñada. Esta convención se llama anticresis, y es lícita siempre que no encubra préstamo usurario. La anticresis se constituye también, sin necesidad de pacto expreso, cuando la prenda recae sobre una cosa fructífera, en garantía de un préstamo sin interés. En este caso el acreedor tiene derecho a percibir por su propia cuenta los frutos en lugar y hasta la cuantía de los intereses legales del capital mutuado, con la obligación, no obstante, de computar el exceso en el capital o restituirlo al deudor.

La cosa hipotecada continúa corriendo a cuenta y riesgo del deudor, en el sentido de que la pérdida de la misma no extingue su obligación: ceden, en cambio, a su favor todos los aumentos en el valor de la cosa.

– Derechos del acreedor

Prescindiendo del caso en que el deudor transfiera al acreedor la posesión de la cosa (pignos propiamente dicho), el acreedor hipotecario no tiene la posesión ni la tenencia de ella; pero cuando, llegado el vencimiento, no consigue la satisfacción de la deuda, puede obtener la posesión mediante la acción resultante de su derecho real. Y sea que haya tenido la posesión desde el principio o que la haya obtenido mediante la acción hipotecaria, no está obligado a restituir la cosa al deudor hasta hallarse plenamente satisfecho de todo su crédito. Es más: una disposición especial llega a conceder al acreedor el derecho de retener la cosa aun después de la extinción de la deuda asegurada por la hipoteca, si se halla ser todavía acreedor de otra suma no garantizada hipotecariamente.

El más importante de los derechos atribuidos al acreedor es el de vender la cosa hipotecada, haciéndose pago con el precio obtenido por la venta. Este derecho de vender la cosa (ius distrahendi) es de esencia en la prenda y en la hipoteca, de tal modo, que el acreedor no puede ser privado de él ni siquiera por un pacto en contrario (pactum ne pignus distrahatur). Semejante pacto no produciría otro efecto que obligar al acreedor a dirigir al deudor tres intimaciones de pago, antes de realizar la venta, mientras que en los casos ordinarios basta una sola intimación. También está prohibido el pacto que, a falta de pago, autoriza al acreedor para quedarse con la cosa empeñada en equivalencia del crédito. Esta convención, antiguamente permitida, se llamaba lex commissoria, porque en méritos de ella el deudor incurría en la decadencia de su derecho (commissum), pero fue prohibida por Constantino, porque podía resultar en alto grado perjudicial al deudor, cuando la cosa empeñada tuviese un valor muy superior al total importe de la deuda en seguridad de la cual fue la hipoteca constituida. Lícito es, sin embargo, pactar que el acreedor pueda conservar la cosa abonando el importe de ella según valoración practicable al vencimiento de la deuda, ya que en esta hipótesis no existe más que una especie de venta condicional.

Para que el acreedor pueda proceder a la venta es preciso que, llegado el vencimiento de la deuda, ésta no haya sido satisfecha. En cuanto a los términos y a las formas por las que ha de regirse la venta, hay que atenerse a lo estipulado por las partes. A falta de pacto en contrario, el acreedor tiene derecho a vender por sí mismo la cosa sin autorización judicial, pero solamente después de dos años de haber intimado inútilmente al deudor para que pagara su deuda, o de haber obtenido contra él sentencia condenatoria. En la venta, el acreedor debe obrar de buena fe, y consultando no sólo su propio interés, sino también el del deudor, ante quien es responsable de los daños que le haya ocasionado por culpa propia. En virtud del mismo derecho de prenda o de hipoteca el acreedor transfiere al comprador la propiedad de la cosa vendida, antes correspondiente al pignorante, librede toda hipoteca que tal vez la gravare con posterioridad a la que ha motivado la venta. Los efectos de esta venta son la extinción del derecho de prenda o de hipoteca del acreedor y la pérdida de la propiedad antes correspondiente al deudor. El acreedor se paga con el precio obtenido por la venta, y aunque el precio no baste para extinguir la deuda, el derecho de prenda queda extinguido completamente, no quedando más que la obligación personal del deudor. Pero si el precio excede a la suma del crédito, el exceso debe restituirse al deudor o pagarse a los demás acreedores hipotecarios según su respectivo grado (hyperocha).

Si el acreedor no halla comprador, puede, después de una nueva intimación al deudor, dirigirse al príncipe y obtener que le sea adjudicada la propiedad de la cosa hipotecada, según valoración judicial; pero en tal caso el deudor conserva durante dos años la facultad de readquirir su cosa restituyendo el precio pagado por el acreedor.

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Fuente:
Derecho romano, Felipe Serafini, páginas 552 – 557.