Legítima Defensa: La época prerromana

Los estudios arqueológicos más recientes y la aplicación de modernos procedimientos para datar los testimonios del más remoto pasado permiten afirmar que en el territorio que, andando el tiempo, sería España el hombre habitó desde hace más de medio millón de años.

Desde entonces hasta la dominación romana (e incluso en gran medida después de iniciada esta), dicho territorio no estuvo integrado por una comunidad homogénea, sino por un conjunto de pueblos de origen, caracteres étnicos y formas de vida muy distintos. La población primigenia se iría diferenciando gracias a la presencia de sucesivos inmigrantes, portadores de culturas diversas, cada una de las cuales tuvo a su vez una evolución peculiar de acuerdo con el medio geoeconómico en que se desenvolvió y según sus propias vivencias.

A lo largo del primer milenio anterior a Cristo, distintos puevlos llegaron en oleadas: unos eran indoeuropeos (iberos, celtas) y otros procedían del Mediterráneo oriental, y combinándose entre ellos o con los pobladores autóctonos en unos casos o imponiéndose los unos a los otros llegaron a constituir una diversidad estructural que ha permitido comparar la Península a un pequeño continente de variados contrastes, medios de vida y riquezas que condicionarían el desarrollo humano y culturas posterior.

Los más cultos de los inmigrantes, los colonizadores fenicios y griegos y los cartagineses, ejercieron su influencia en la fachada mediterránea de la Península, imprimiendo a los pueblos del área una característica que condicionará y explicará su evolución futura: los habitantes de la zona mostrarán una sensibilidad mediterránea y unas formas de vida y de cultura avanzadas, pero sobre todo las comunidades que se habituaron al trato comercial y humano con los colonizadores serían en lo sucesivo abiertas a nuevos y futuros contactos y a alianzas con otros pueblos. Entre ellos crecería una cultura más desarrollada y una economía mejor articulada no sólo sobre la base de la agricultura y la ganadería, sino también sobre el comercio y la industria, que eran los pilares del progreso.

El resto del país, y especialmente las zonas mesetarias, estuvo menos relacionado con el exterior. Como las experiencias de sus contactos anteriores con otros pueblos no fueron en general pacíficas, era explicable su hostilidad hacia todo extraño, en quien creían ver al enemigo al que había que combatir y del que había que alejarse. Tal aislacionismo impuso entre ellos una economía autárquica, sustentada en la tierra y en la caza o, mas tarde, en la ganadería. Su cultura, encerrada en sí misma y carente de influencias exteriores, se desarrollaría muy lentamente, lo que la distanciaría en cuanto a su nivel respecto de las áreas más permeables a tales influencias, las del Sur y Levante.

Dos mundos diferentes se iban dibujando en el mapa cultural, económico, político y social de la Península. En cada uno de ellos, con matices también variados, podrán imaginarse formas de vida peculiares, problemas específicos, costumbres diferentes y posiblemente fórmulas diversas para ordenar su convivencia. Desde el comienzo, pues, destaca la falta de homogeneidad entre los pueblos peninsulares, que tendrá su reflejo, como hemos de ver, también en el campo del Derecho.

En función del nivel cultural y la estructura social de cada pueblo, el concepto que cada uno tiene del Derecho varía y también es diferente el origen de las normas, así como la forma de ser expresadas éstas.

Los pueblos de las regiones septentrionales y de la Meseta, es decir, los que constituían la población autóctona o menos influida por las inmigraciones de colonizadores, estaban organizados en clanes y tribus, o como se les denominaba en las inscripciones latinas, en gentilitates y gentes. Las gentilitates eran grupos menores formados por un conjunto de familias unidas por lazos de parentesco -y a la vez, posiblemente, por un mismo culto familiar-. Se integraban dentro de un grupo emparentado más amplio, la gens o tribu, descendiente de un supuesto antepasado común o de un totem.

Cada gentilitas constituye un grupo cerrado, independiente de otros, y esa misma independencia o personalismo caracteriza el Derecho que nace en su seno, que aparece como propio y exclusivo de sus miembros y excluyente de los extraños (aunque éstos, como miembros de otra gentilitas, pertenecieran a la misma gens).

Las normas emanan como algo natural de la propia sociedad y siempre en íntima relación con la divinidad de cada pueblo. Teniendo en cuenta el difícil deslinde entre lo jurídico, lo mágico y lo religioso, puede imaginarse que el punto de partida de una norma que alcanzara la categoría de jurídica sería la declaración de licitud de una conducta que hiciera el sacerdote o hechicero. Su intervención parece, al menos, más segura cuando se planteara ante él un asunto relativo a la organización del grupo social. Tal legitimación, por la autoridad de quien la otorga, lleva a la sociedad a aplicar la misma respuesta cada vez que surge idéntico o similar problema y la reiteración convertiría dicha solución en norma invariable y obligatoria, es decir, de carácter jurídico, propia del núcleo social, de forma que toda actuación contraria a esta práctica generalmente aceptada repugnaría y motivaría una sanción.

Se dan así en la norma las condiciones de lo que se entiende en cualquier tiempo y ámbito como Derecho, pero aquí el Derecho, cuyo objetivo es siempre resolver problemas sociales, no nace con un carácter universal, sino reducido al grupo social o gentilicio.

En comunidades de parecido nivel cultural, el Derecho pudo aparecer vinculado más directamente a fuerzas sobrenaturales como algo ajeno a la voluntad del hombre. Su origen sería, por el contrario, la voluntad de los dioses manifestada a través de ciertos actos mediante los cuales aquéllos dan a entender cuál de las partes que contienden o disputan interpreta rectamente el sentido divino de lo justo. Estos mecanismos que permiten conocer la respuesta de los dioses, en cierto modo de naturaleza judicial, son los llamados «juicios de Dios» u «ordalías», que serían observados incluso en la época medieval y de cuya existencia en los tiempos primitivos hay diversos testimonios, como el de Tito Livio sobre el duelo entre Corbis y Orsua, dos primos hermanos que decidieron reclamar por este medio la manifestación de voluntad divina en un litigio sobre el derecho de cada uno a ocupar o ejercer el poder político.

La solución, puesta de manifiesto por primera vez cuando se reclamó, posiblemente no sólo representaba una respuesta individualizada y casuista. Tal vez sentara un precedente, de modo que su aplicación ante problemas idénticos que se plantearan en el futuro iría originando insensiblemente una norma de conducta, una costumbre con valor jurídico.

En una fase de superación del estadio anterior, se llega a la creatividad jurídica de tipo voluntario merced a principios convencionales. Este sentido tendrías los pactos intergentilicios, frecuentes entre pueblos del centro, oeste y noroeste peninsulares.

El carácter cerrado de cada gentilitas comienza a debilitarse en una fase más avanzada de desarrollo, típica de los pueblos de esta zona (y a la que, puede suponerse, hubieran llegado en fechas muy posteriores los pueblos del Norte de no haber sido truncado y cambiado por la dominación romana su natural proceso evolutivo institucional). Quizá la constitución de una incipiente vida urbana, en la que los lazos de convivencia van suplantando a los de parentesco como fundamento de unión, contribuyera a la apertura de aquellas comunidades inferiores. La lógica necesidad de superar el clima permanente de indiferencia u hostilidad entre los diversos grupos sociales, tal vez miembros de una misma tribu o gens, facilitaría el camino para establecer o estrechar las relaciones entre grupos o miembros de grupos sociales diferentes.

La existencia de monarcas legisladores en la zona meridional se refleja en tradiciones. Según una de ellas, recogida por Justino, en la que posiblemente la leyenda se mezcla con un fondo verdadero, se presenta a un rey, Habis, de quien se dice que dio leyes a su pueblo y también que prohibió el trabajo servil al populus o clase aristocrática y dividió a la plebe (el resto de la población) en siete ciudades. Estas medidas permiten imaginar un monarca despótico que impuso su voluntad mediante leyes y que quizá para imprimir más fuerza a sus disposiciones, como también hicieran otros reyes, se hacía presentar rodeado de poderes sobrenaturales, semidivinos o fantásticos.

En el sur de la Península debieron existir ciudades-estados que extendían su poder sobre otras. Aquéllas estarían gobernadas por reyes que ejercerían una soberanía territorial sobre varias ciudades y sobre sus habitantes, sometidos servilmente y gobernados a través de leyes. Así parece deducirse de un decreto romano del año 189 a.C. sobre la concesión de libertad a los esclavos que la ciudad de Hasta tenía en la Torre Lascutana.

Otra noticia sobre la existencia de leyes en esta zona la proporciona el geógrafo griego Estrabón, quien dedica el libro III de su obra Geografía (escrita a comienzos del siglo I d.C.) a Iberia. En él refiere incidentalmente algunas costumbres de los habitantes del país, y de un pueblo del sur, los turdetanos, descendientes o continuadores del legendario imperio de Tartessos, dice que poseían leyes de seis mil años de antigüedad (o expuestas en seis mil versos para facilitar la memorización de las normas, según otra lectura del texto). Otras referencias sitúan las leyes en la zona levantina, como la de Apiano Alejandrino sobre el edictum publicum de Sagunto, disposición sin duda legal y dada por las autoridades de la ciudad.

Aunque no existieran estas u otras referencias concretas a la forma legal de su ordenamiento, las noticias sobre los tipos de órganos de gobierno de las ciudades y pueblos (asambleas, senados, magistrados, monarcas con poder y territorios extensos) inducen a presuponer la formulación de leyes con expresión de su facultad normativa, muy distante ya de unos fundamentos naturales o divinos.

No hay que olvidar, además, que tanto la zona meridional como la levantina habían conocido la común influencia de otros pueblos, los colonizadores griegos y fenicios y los conquistadores cartagineses. En gran medida, el desarrollo cultural, el carácter abierto, permeable y recepticio de los habitantes de dichas comarcas ante otras costumbres y ante otras gentes de fuera (como se pondría de manifiesto a la llegada de los romanos) no eran circunstancias ajenas a la presencia, relaciones de vecindad e influencias que desde tiempos lejanos habían experimentado y recibido de aquéllos y otros extranjeros. Y teniendo en cuenta que en la mayoría de los casos se trataba de pueblos que se regían por leyes, al menos en sus comunidades de origen, la noticia de su existencia entre ellos y del proceso de formulación por unos órganos políticos a veces no muy distintos de los de los pueblos indígenas convecinos sería pronto conocida y posiblemente imitada por éstos, quienes así estarían predispuestos para, en un momento posterior, una fácil romanización jurídica, de la que la ley sería el vehículo fundamental.

En definitiva, en cada zona, según fuese su estado de desarrollo cultural, socioeconómico y político, arraigarían sus propias instituciones. Cuanto más arcaicas fuesen éstas y más alejadas se encontrasen de las que aportasen los colonizadores extranjeros, sobre todo los romanos, mayor sería la hostilidad y el rechazo hacia las nuevas fórmulas y menor cuanto menos distancia existiera entre las tradiciones de una comunidad indígena y los sistemas de los colonizadores.

2. La configuración jurídica de algunas instituciones sociales

A) Observaciones preliminares

De acuerdo con la máxima de que «donde quiera que haya alguna forma de sociedad hay derecho», en las tierras peninsulares debieron existir ciertas reglas sociales de obligado cumplimiento, un Derecho en definitiva, aunque su desarrollo fuera embrionario y elemental, desde que unos primeros pobladores se establecieron en dicho espacio. Pero, dadas las diferencias iniciales ya señaladas, mantenidas por el aislamiento e independencia de muchas comunidades o matizadas por las influencias de otros pueblos y culturas, el panorama jurídico del territorio, lejos de ser uniforme, ofrecería un mosaico de soluciones jurídicas distintas cuyo conocimiento particularizado es imposible.

Por otra parte, ese viejo Derecho sólo puede ser objeto de historia, objeto de nuestro estudio, a partir del momento en que tenemos conocimiento de él, y ese momento suele ser tardío, estando próximo a aquel en el que se inician ya los contactos con griegos y romanos o muy avanzada la dominación de Roma. Sin embargo, como la cultura, y con ella el Derecho, han evolucionado muy lentamente (el hombre tardó miles de años en descubrir la técnica de la piedra tallada y los avances en cerámica, en construcciones, etc., se gestaron a veces durante siglos), cabe sospechar que el estadio cultural y jurídico que los romanos encontraron en el país y refieren en sus escritos no sería muy diferente del que ya existía siglos antes. El «Derecho prerromano» o existente en el momento de su descubrimiento y referencia por los historiadores romanos se identificaría en gran medida con el «Derecho primitivo», propio del largo y peor conocido período de la Prehistoria, aunque tampoco pueden descartarse ciertos cambios provocados por los contactos de unos pueblos con otros y las migraciones propias. En consecuencia, nuestros conocimientos sólo abarcan algunos de los muchos pueblos primitivos y a una época determinada, más bien tardía, que constituye realmente el punto de partida de nuestro interés.

En cualquier caso, es poco lo que se sabe de los Derechos primitivos, incluso de su etapa última propiamente prerromana. Su deficiente conocimiento se debe a la falta de fuentes directas. Al no ser el Derecho generalmente escrito, difícilmente pudieron quedar textos jurídicos que reflejaran las normas. De ahí la necesidad de recurrir a fuentes mediatas o indirectas y a métodos deductivos que nos proporcionen datos de alguna fiabilidad, aunque mediante ellos no siempre sea posible deslindar lo legendario o fantástico y lo real.

B) Las fuentes de conocimiento del Derecho prerromano

Entre las fuentes indirectas de conocimiento, tienen un papel destacado los testimonios de los autores (sobre todo geógrafos e historiadores), singularmente, Polibio, Diadoro de Sicilia, Estrabón y Apiano, que escriben en griego, y Julio César, Tito Livio, Plinio y Pomponio Mela, que lo hacen en latín, aunque, no siendo aborígenes y escribiendo por lo general en épocas tardías, sus referencias llevan implícito el riesgo que, al tratar de describir las situaciones jurídicas del país, sólo acierten a reflejar ciertos aspectos de ellas, los que han captado de acuerdo con su mentalidad, su interés o su formación y no la totalidad de las mismas.

También son de interés las inscripciones epigráficas, pero muchas de ellas, casi siempre fragmentadas y realizadas en lenguas vernáculas, son difíciles de reconstruir y traducir. Cuando el texto ha sido redactado en lengua conocida (griego o latín) queda la duda de si el autor ha sabido reflejar el alcance de la institución o del acto jurídico del que queda constancia en la inscripción.

Para paliar las deficiencias de las fuentes referidas, o de otras como los restos arqueológicos, es preciso recurrir a otros métodos, propios también de las ciencias históricas, si bien éstos aisladamente tampoco ofrecen una seguridad plena en cuanto a sus resultados. Uno de ellos es el método comparativo, con el que se pretende llenar las lagunas en el conocimiento de las instituciones de una comunidad primitiva determinada con datos mejor conocidos procedentes de otra sociedad, coetánea, posterior o incluso reciente, a la que se atribuyen analogías con la primera. El método de las supervivencias, por su parte, permite completar el conocimiento de una época o una comunidad estudiando los vestigios que de ellas se encuentran en épocas posteriores más accesibles al investigador y mejor conocidas.

C) Manifestaciones de los Derechos prerromanos

Con todos estos elementos se ha podido imaginar un conjunto de zonas o áreas culturales de las que son consustanciales algunas manifestaciones de contenido jurídico, aunque siempre conviene atribuir a éstas un sentido hipotético.

En los pueblos del norte y del oeste la sociedad debió revestir una estructura gentilicia, según la cual toda clase de relaciones se fundamentaban en la existencia de un parentesco real o figurado. La referencia de Estrabón a las costumbres de los cántabros, tal vez generalizables a otros pueblos del Norte, de que la mujer dotaba a sus hermanos y la herencia se transmitía a las hijas, denotaba un régimen de ginecocracia o bien una sociedad en transición del sistema matriarcal al patriarcal, según han interpretado algunos autores teniendo en cuenta también la institución del avunculado (control de las decisiones familiares por los parientes masculinos de la mujer) y el rito de la covada (ceremonio de simulación del parto por el esposo, que simbolizaba un reconocimiento y afirmación de la paternidad).

Sin incurrir en excesos interpretativos que elevarían los hechos a la categoría de mito, son de mencionar ciertos principios atribuidos a algunos pueblos como los del Norte, cuya destacada hostilidad hacia Roma acaso respondiera a la singular defensa de su estructura organizativa, a su culto a la libertad y a su régimen de igualdad social y económica. Del mismo sentido de la libertad participaría el pueblo celtíbero de los arévacos, firme bastión contra los romanos -ejemplificado en Numancia- en cuanto el plan de sometimiento desarrollado por éstos constituía una amenaza a su independencia.

Por otra parte, refería Diadoro que entre los vacceos era costumbre repartir la tierra en suertes que se asignaban a los cultivadores. La cosecha resultante pertenecía a la colectividad, que la distribuía entre éstos según las necesidades de cada uno. En este procedimiento se ha creído ver un sistema de propiedad comunitaria de tierra y frutos que habitualmente se ha interpretado como un régimen de igualitarismo económico e incluso de comunismo agrario, si bien hoy no todos los autores comparten esta valoración.

Aunque algunos pueblos, como los lusitanos, tenían una estructura social que, como la de los romanos, admitía profundas diferencias sociales y económicas y una desigual distribución de la propiedad que hacía posible la existencia de grandes latifundios y grandes masas de desposeídos, no por ello conectaron mejor con Roma, ya que el sistemático recurso del pillaje por parte de aquéllos y la consiguiente inestabilidad interna no se avenía con los intereses y organización romanos. En cambio, los iberos de la zona levantina y meridional, que tenían instituciones propias de su organización ciudadana, como el senado deliberante, formado por notables, y las asambleas populares democráticas, encargadas de ratificar las decisiones del senado, ofrecían puntos de aproximación al sistema romano que favorecerían una fácil transformación para desembocar en el régimen municipal y colonial romano.

Las instituciones y manifestaciones jurídicas referidas, conservadas a través de costumbres, aunque en algún caso en las zonas más cultas, podían ya estar contenidas en leyes, prolongaron su vigencia durante siglos y, en la medida en que fueron compatibles con los intereses de los romanos, fueron respetadas por éstos, lo que supuso que su dominio político no se tradujo necesariamente en la aniquilación de todas las formas jurídicas indígenas y que su desplazamiento o desaparición se produjo lenta y tardíamente en muchas ocasiones o incluso fueron de alguna forma asumidas por los mismos romanos.